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Mateo 28,20.

Esta semana pasada nos trasladamos a Pedernales, Manabí, un grupo de 14 laicos y 4 sacerdotes de diversas comunidades de Quito, para acercarles comida y agua a la parroquia de allá con destino a las familias damnificadas por el terremoto del 16-IV-2016.

            Desde la misma entrada a la ciudad se tiene la impresión de estar como en una zona de guerra, por la impresionante imagen de destrucción que se ve por todas partes; llegando más al centro de la misma, cerca de la plaza y la parroquia es todavía mayor.

            Son muchas las imágenes que se han transmitido de esta realidad, pero no hay forma de captar a través de ellas:

  • El ruido ensordecedor durante todo el día de las máquinas sacando los escombros de los edificios destruidos, de los camiones llevándoselos y regresando, de los generadores de electricidad.
  • El polvo suspendido en el aire y que lo tragamos por todas partes, que reseca las gargantas.
  • El mal olor por la descomposición de cadáveres que te sorprende por tantos lugares.
  • El horror, el terror, la absoluta impotencia, la incredulidad, la sensación de estar pasando una pesadilla de la que no se consigue despertar.

En los poquitos días que estuvimos allá, nos acercamos por grupos a los distintos barrios o sectores de la ciudad sin otra pretensión que llevarles la solidaridad y la compasión de todo el país y en concreto de nuestras comunidades, apoyándoles y dándoles una mano en las tareas de limpieza o de sacar los escombros de la casa, limpiar una capilla con algunos destrozos, acercarnos a las casas a saludar, charlar y escuchar sus historias y relatos de lo vivido en estos días, compartir el agua y en algunos casos la mesa con la familia, jugar y cantar con los niños y niñas de un albergue de familias, celebrar la eucaristía recordando y agradeciendo la vida de los familiares difuntos.

Nos hemos encontrado personas que no consiguen salir del golpe, del impacto del terremoto y se les ve apagados, silenciosos, con una enorme tristeza y permanente, casi no pueden pronunciar cuatro palabras seguidas, inexpresivos y con una actitud de “ante todo esto no se puede hacer nada, de esta no salimos”.

Sin embargo, hay muchos signos de esperanza:

  • la radio que, a pesar de que se hundió el edificio donde se encontraba, sigue emitiendo las 24 horas desde otro lugar,
  • muchas personas están regresando a la ciudad después de haber buscado refugio y tranquilidad con algunos amigos o familiares unos cuantos días,
  • ya se ven por la calle, por las veredas, no dentro de los edificios, algunos puestos de venta de carne, de pollos, de verduras y frutas, de comida,…
  • hay muchos funcionarios de diversos organismos del estado, especialmente soldados y militares,
  • ya están funcionando cuatro albergues para familias y se reparte ropa, comida y agua para las que están acampadas en la ruta o fuera de las casas con toldos o plásticos,
  • en la parroquia hay cuatro lugares de acopio y reparto de comida y agua; las tres religiosas que estaban en su casa, pegadita a la parroquia, se encuentran en los salones de la catequesis, duermen en una carpa del ejército y allá reciben las donaciones, escuchan y acompañan a las familias que van a pedir ayuda,
  • ya la semana pasada, el párroco, Denny Monserrate, comenzó en ese lugar de la catequesis y sin techo, a celebrar la eucaristía todos los días a la que van los feligreses para dar gracias por la vida de sus personas fallecidas y acompañarse unos a otros,
  • la solidaridad que permanece en todo el país, aunque haya decaído un poco; también llegan donaciones de otros países…

Pero les comparto algunas de las palabras que guardo en el corazón como las más luminosas y como Buena Noticia escuchadas en estos días:

  • la señora de la casa en la que pudimos quedarnos esos días: “toda mi familia está bien, mi casa resistió el terremoto, ¿cómo no voy a estar dando gracias a Dios continuamente y a compartir todo lo que haga falta con quienes lo necesitan?
  • Javier: “Lo mejor de mi vida, además de lo que me dieron mis padres, lo recibí en Pedernales, el amor de mi vida, Cecilia, mis dos hijos de 10 y 14 años, construir nuestra casa, mi trabajo. Le doy gracias a Dios por todo ello y voy a tratar de devolver a Pedernales todo lo que pueda como agradecimiento”. (Cecilia falleció en el terremoto).

“Dios que nos da la vida cada mañana, para algo nos salvó de la muerte, algo espera de nosotros, alguna tarea nos tiene encomendada”.

“Que ustedes estén acá nos hace sentir que no estamos solos, que Dios nos acompaña y Él nos dará la fortaleza para levantarnos y reconstruir nuestras vidas y nuestra ciudad, haciendo nosotros todo lo que esté en nuestras manos, sin dejarlo todo a que nos lo arreglen de fuera”

  • Un vecino y amigo de Javier: “En el momento del terremoto, ya no podíamos salir, nos reunimos delante de una imagen de María mi esposa, mis hijos y yo, abrazados y muy juntos. Yo solo le pedía y repetía a la Virgen que nos salvara. Paró el terremoto, nos invadió el polvo, salimos a la calle y estábamos salvados. Al rato escucho unos gritos pidiendo ayuda, era un vecino. Llamo a unos cuantos amigos y juntos pudimos sacar primero a su bebito de pocos meses que lo tenía él en brazos y después al papà que tenía una pierna rota. María nos salvó la vida.”

Todas estas y muchísimas más son historias de muerte y de resurrección, de infinito dolor crucificado y de vida nueva con el resucitado que vence la oscuridad, la noche y la impotencia con su presencia que reúne, conforta, pacífica y serena.

Tendremos que seguir acercándonos a sus protagonistas para escucharlas, para implicarnos y acompañarlos en su caminar, para reconocer que Jesús está vivo, camina con nosotros y nos dice: “Yo estoy con ustedes todos los días, en todo momento, yo siento y me com-padezco de todo lo que sufren y me implico en sus luchas y esperanzas.”

Josetxo García.

ADSIS.

 

 

 

 

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