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“La alegría del Evangelio llena el corazón
y la vida entera de los que se encuentran con Jesús.
Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado,
de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento.
Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría”.
(Francisco, Evangelii Gaudium 1)

Detrás del título de la exhortación apostólica programática Evangelii Gaudium, “La Alegría del Evangelio”, que estamos convencidos de que va a señalar un antes y un después en la praxis pastoral del siglo XXI, hay un diagnóstico hecho desde un discernimiento muy meditado: a la Iglesia le falta alegría y corre el riesgo de encerrarse, aislarse y enfermar de miedo, desánimo y melancolía.

Así se afirma al comienzo de Evangelii Gaudium (EG): “El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida. Ésa no es la opción de una vida digna y plena, ése no es el deseo de Dios para nosotros, ésa no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado” (EG 2).

En cambio, el amor de Dios manifestado en Jesús “nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría. No huyamos de la resurrección de Jesús, nunca nos declaremos muertos, pase lo que pase. ¡Que nada pueda más que su vida que nos lanza hacia adelante!” (EG 3).

Nos referimos, pues, a una alegría comprometida, que nos lanza hacia adelante y nos renueva, que no es conformista ni cómoda; una alegría que nos impulsa “a no dejar las cosas como están” (EG 25) –¿cabe mejor descripción del significado de la experiencia pascual? – y a “hacer lío” (Francisco en la JMJ de Río en 2013).

Algunos de los santos más atractivos de la historia han destacado por su alegría a prueba de bombas, San Juan Bosco (“Nosotros hacemos consistir la santidad en vivir siempre alegres”), como Santa Teresa de Jesús (“Tristeza y melancolía no las quiero en casa mía”), San Felipe Neri (“Sed alegres: no quiero ni escrúpulos ni melancolías, me basta con que no pequéis. Sed buenos… ¡si podéis!”), San Francisco de Sales (“Un santo triste es un triste santo”), y muchos otros.

Ellos no han sido, desde luego, “cristianos cuya opción parece ser la de una Cuaresma sin Pascua” (EG 6). Se trata de una alegría no superficial sino profunda, que se demuestra, sobre todo, en las situaciones difíciles. Los contemporáneos de Don Bosco nos han trasmitido que, cuando éste se mostraba más alegre, era señal de que los problemas que tenía eran graves. En este sentido, resulta paradigmático el famoso texto de San Francisco de Asís sobre la verdadera alegría.

Finalmente, que esa alegría, sirva para renovar el entusiasmo de los agentes de pastoral, pues “un evangelizador no debería tener permanentemente cara de funeral. Recobremos y acrecentemos el fervor, «la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas […] Y ojalá el mundo actual –que busca a veces con angustia, a veces con esperanza– pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo»” (EG 10).

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